El Papa Francisco celebra la última misa de su 45° Viaje Apostólico a Asia y Oceanía en el Estadio Nacional “Sport Hub” de Singapur desbordante de fieles, según las autoridades locales han estado presentes más de 50.000 personas. El Papa invita a reconocer que «sin amor no somos nada» y a abrazar a los hermanos y hermanas encontrados en el camino.
Mireia Bonilla – Ciudad del Vaticano
Cantos, aplausos y mucho barullo, así han recibido los más de 50.000 fieles al Papa Francisco en el Estadio Nacional “Sport Hub” de Singapur donde el Papa ha presidido hoy la Santa Misa, la última que celebrará en este extenso Viaje Apostólico que le ha llevado anteriormente a Indonesia, Papúa Nueva Guinea y Timor Oriental.
En su homilía, el Santo Padre ha reflexionado sobre una frase sacada de la primera Carta de San Pablo a los Corintios que dice así: «El conocimiento llena de orgullo, mientras que el amor edifica». Francisco, inspirado en las grandes y osadas arquitecturas que caracterizan a Singapur recuerda que, no está en primer lugar, como muchos piensan, el dinero, ni la técnica, ni siquiera la ingeniería, sino “el amor que construye” y explica que, aunque “alguno pudiera pensar que se trata de una afirmación ingenua, si lo reflexionamos detenidamente, no es así”:
“Queridos hermanos y hermanas, si algo bueno existe y permanece en este mundo, es sólo porque, en múltiples y variadas circunstancias, el amor ha prevalecido sobre el odio, la solidaridad sobre la indiferencia, la generosidad sobre el egoísmo. Si no fuera por eso, aquí nadie habría podido hacer crecer una metrópolis tan grande”.
Francisco insiste en que “detrás de cada una de las obras que tenemos ante nosotros hay muchas historias de amor por descubrir” y recuerda que es bueno que “aprendamos a interpretar estas historias”, escritas en las fachadas de nuestras casas y en los trazados de nuestras calles, y “a transmitir su memoria”, para recordarnos que nada que sea perdurable nace y crece sin amor.
El Papa también advierte que la grandeza y la imponencia de nuestros proyectos pueden hacernos pensar que podemos ser los autores de nosotros mismos, de nuestra riqueza y de nuestra felicidad; sin embargo, al final la vida acaba por devolvernos a la única realidad, “la de que sin amor no somos nada” dice el Papa.
De hecho, el Papa explica que aquí juega un papel fundamental “la fe”, pues, “nos confirma y nos ilumina aún más sobre esta certeza (la de que sin amor no somos nada) porque nos dice que en la raíz de nuestra capacidad de amar y de ser amados está Dios mismo”.
El Pontífice después ha reflexionado sobre una frase que pronunció san Juan Pablo II con ocasión de su visita a esta tierra en 1986: “el amor se caracteriza por un profundo respeto a todos los hombres, independientemente de su raza, de su credo o de cualquier aspecto que les pudiera hacer diferentes de nosotros”.
“Unas palabras importantes para nosotros porque, más allá de lo maravillados que nos sentimos ante las obras creadas por el hombre, nos recuerda que hay una maravilla todavía más grande, que hay que abrazar con admiración y respeto aún mayores. Se trata de los hermanos y hermanas que encontramos cada día en nuestro camino, sin preferencias ni diferencias”.
Por último, el Papa afirma que el amor que Dios nos invita a practicar, actúa de este modo: “responde generosamente a las necesidades de los pobres, se caracteriza por la piedad hacia los que sufren, está dispuesto a ofrecer hospitalidad, es fiel en los momentos difíciles, está siempre dispuesto a perdonar, a esperar”, hasta el punto “de corresponder con una bendición a una blasfemia, esta es la esencia del Evangelio”.
Al final de su homilía, el Papa menciona dos figuras que considera “reflejo, eco e imagen viva” del Dios de la misericordia. La primera es María, cuyo Dulce Nombre celebramos hoy: “En ella vemos el amor del Padre manifestado en una de las formas más bellas y totales: la de la ternura de una madre, que todo lo comprende y perdona, y que nunca nos abandona.
El segundo es un santo muy querido en esta tierra, San Francisco Javier: “De él nos ha quedado una hermosa carta dirigida a san Ignacio y a los primeros compañeros, en la que expresa su deseo de ir a todas las universidades de su tiempo «dando voces, como hombre que tiene perdido el juicio, […] a los que tienen más letras que voluntad», para que se sientan impulsados a hacerse misioneros por amor a sus hermanos”.
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